Celebramos la fiesta de San José en toda la Iglesia, y con un
especial relieve la celebramos en Valencia. Esta fiesta no debería apartarnos del camino cuaresmal, al contrario. Porque esta figura excepcional nos lleva de la mano a lo que constituye este
camino de Cuaresma. San José, sin duda, es una figura cercana y querida para el corazón del pueblo de Dios, la gran familia de los hijos de Dios, la Iglesia, una figura que invita a cantar
incesantemente la misericordia del Señor, porque el Señor ha hecho con él obras grandes, y ha manifestado su infinita misericordia en favor de los hombres. No podemos olvidar que la figura de san
José, aun permaneciendo más bien oculta y en el silencio, reviste una importancia fundamental en la historia de la salvación. A él le confió Dios la custodia de sus tesoros más preciosos: su Hijo
único, venido en carne, y su Madre Santa, siempre Virgen. A él obedeció Jesucristo, el autor de nuestra salvación; en él tenemos el gran intercesor ante el Hijo de Dios, Redentor nuestro, que
nació de la Virgen María, su esposa; de él aprendió a crecer en estatura, en sabiduría y gracia, a trabajar con manos de hombre; en él tenemos el ejemplo del hombre fiel y creyente, y del siervo
prudente.
Son poquísimas las alusiones a san José en los Evangelios, sólo
en Mateo y en Lucas; sin embargo, con una gran sobriedad, nos ofrecen los trazos que delinean esta figura singular, en la que Dios ha encontrado la docilidad total para llevar a cabo sus
promesas. José, desposado con María, era del linaje de David. Así unió a Jesús a la descendencia davídica, de modo que, cumpliendo las promesas sobre el Mesías, el Hijo de la Virgen María, por
obra del Espíritu Santo, puede llamarse verdaderamente «Hijo de David». David no verá a su sucesor prometido, «cuyo trono durará para siempre», porque este sucesor anunciado veladamente en la
profecía de Natán, es Jesús. David confía en Dios. Igualmente, José confía en Dios, escucha su palabra que le llega a través del Ángel mensajero, la acoge, la obedece, se fía, cuando éste le
dice: «José, hijo de David, no tengas reparo en llevarte a María, tu mujer, porque la criatura que hay en ella viene del Espíritu Santo». Y José «hizo lo que le dijo y le había mandado el
Ángel».
Mateo dice de José, «como era un hombre justo obedeció al
mandato». Ser justo es decirlo todo de José; no solo que era un hombre bueno y comprensivo; es decir, sencillamente, la reciedumbre y solidez de toda su persona que se caracteriza en su identidad
más propia, hasta definirlo por vivir de la fe, como «el justo vive de la fe»; por confiar plenamente en el Señor, y, así, ser bendecido enteramente por Dios, como el árbol que crece junto a las
aguas del río. El justo es el que camina en la ley del Señor y escucha sus mandatos, el que vive en la total comunión con el querer divino y realiza su verdad, el que permanece firme en la
fidelidad inquebrantable de Dios, y toma parte en su misma consistencia, que es la de Dios mismo: el justo es el hombre de las bienaventuranzas bien arraigado en Dios.
Para José, como el justo que es probado y acreditado, llega el
momento de la prueba, una dura prueba para su fe y fidelidad. Prometido de María pero que, antes de vivir con ella, descubre su misteriosa maternidad y queda turbado. El evangelista Mateo
subraya, precisamente, que «como era justo, no quería repudiarla y, por tanto, resolvió despedirla en secreto». En la noche, en sueños, el ángel le hizo comprender que era obra del Espíritu
Santo; y José, fiándose de Dios, renunciando a sí mismo y a su criterio, a su manera de ver las cosas y a su proyecto propio, accede y coopera con el plan de la salvación: deja a Dios ser Dios,
sin imponerle ningún molde o criterio humano previo, preestablecido por el hombre. Cierto que la intervención divina en su vida no podía menos que turbar su corazón, sumida en la oscuridad de la
noche y de la falta de luz en esos momentos. Y es que confiarse en Dios no significa ver todo claro según nuestros criterios, no significa realizar lo que hemos proyectado; confiarse en Dios
quiere decir expropiarse, es decir, vaciarse de sí mismos, renunciar a sí mismos, porque sólo quien acepta perderse por Dios puede ser "justo", con la justicia o verdad de Dios, como san José; es
decir, puede conformar su propia voluntad y querer con Dios, con su designio, y así vivir y caminar en la verdad y la luz.
En la historia, José es el hombre que ha dado a Dios la mayor
prueba de fidelidad y de confianza, incluso ante un anuncio tan sorprendente. En él vemos la fe de nuestro padre Abrahán, padre de los creyentes. En José encontramos a un auténtico heredero de la
misma fe de Abraham; fe en Dios que guía los acontecimientos de la historia según su misterioso designio salvífico. En verdad, como dice la carta a los Hebreos acerca de Abrahán, también José
«creyó contra toda esperanza». Se fió enteramente de Dios. Vemos en esa fe, la misma fe de su esposa, María, que dice: «He aquí la esclava del Señor, hágase en mí según tu palabra». En esa fe, y
por ella precisamente, vemos cómo está unido a su esposa para cumplir la voluntad de Dios, para hacer lo que Dios quiere, para escuchar y obedecer la Palabra de Dios, lo que Dios manda, y así
cumplir el designio de Dios: «Dichoso él porque ha escuchado la palabra de Dios», la ha acogido, y la ha obedecido, sin ninguna certeza humana, solamente fiado de lo que el mensajero le ha
trasmitido. Como el mismo Jesús, hecho hombre en el seno de María por obra del Espíritu Santo y confiado a la custodia de José: «Me has dado Señor un cuerpo, aquí estoy, ¡oh! Dios, para cumplir
tu voluntad».
Esta grandeza de José, que es la grandeza de la fe, como la de
María, resalta aún más, porque cumplió su misión de forma humilde y oculta en la casa de Nazaret. Por lo demás, Dios mismo, en la Persona de su Hijo encarnado, eligió este camino y este estilo
–el de la humildad y el del ocultamiento– en su existencia terrena. Es José, como lo dibujaba San Juan Pablo II, el hombre del silencio, del «silencio de Nazaret». Es el estilo que lo caracteriza
en toda su existencia: como en la noche del nacimiento de Jesús, o escuchando al anciano Simeón, o cuando Jesús es hallado en el templo y recuerda a sus padres que tenía que ocuparse de las cosas
de su Padre, porque sólo Dios es nuestro Padre y «toda paternidad viene de Dios». Podemos considerar a san José, bendito y dichoso, porque él fue el primero al que se le confió directamente el
misterio de la encarnación, el cumplimiento de las promesas de Dios, del Dios con nosotros, Emmanuel. Y, como María, guardó este secreto escondido a los siglos y revelado en la plenitud de los
tiempos. Guardó en su corazón y lo custodió: porque el "secreto" era el Hijo de María, a quien El habría de poner el nombre de Jesús, el "Salvador" de todos los hombres, Mesías y Señor. El Padre
celestial ha puesto al frente de su Familia a José, servidor fiel y prudente, y le ha confiado, haciendo las veces de padre, el cuidado diario en la tierra de su único Hijo, concebido por obra
del Espíritu Santo, Jesucristo nuestro Señor; un cuidado realizado en la obediencia, la humildad y en el silencio. A él le cupo el honor y la gloria de criar a Jesús, esto es, de alimentar y
enseñar a Jesús, de conducirle por los caminos de la vida para aprender a ser hombre, para aprender a trabajar como hombre, amar como hombre con corazón de hombre, a insertarse en una historia y
una tradición concreta, aquella del Pueblo de Dios elegido y amado, educarle como hombre, e, incluso, educarle en la plegaria de aquel pueblo a rezar como hombre. ¡Qué maravilla que el Hijo de
Dios se sometiese así a José y aprendiese a obedecer y a caminar en la vida del hombre junto a José!
¡Qué bien refleja todo esto aquel maravilloso cuadro de El
Greco en la sacristía de la catedral de Toledo, a decir de los especialistas una de las pinturas más bellas y mejores del pintor toledano de adopción!: Jesús, niño es conducido lleno de gozo por
José, que le mira atentamente con una mirada de ternura y de fe incomparables, caminando con él, de la mano de él, con esos ojos puestos en Jesús y, en el horizonte, o mejor en el cielo,
recorriendo los caminos de la vida con José. ¡Qué ejemplo tan grande tenemos todos para ser servidores de los otros, para servir a Cristo, para servir silenciosamente a Cristo, que se identifica
con los pobres, los enfermos, los que sufren, los desvalidos, los que están solos, . .los ancianos! Dios nos concede un guía y un protector, aliento y luz, con el estímulo sencillo y grande de
san José.
+ Antonio Cañizares Llovera
Arzobispo de Valencia