El domingo pasado, al finalizar el Sínodo
extraordinario de los Obispos sobre el matrimonio y la familia, en el día en que celebramos la Jornada Mundial por las misiones, fue proclamado beato el Papa Pablo VI, a quien tanto debe la
Iglesia y la humanidad entera, también España, a la que quería de verdad y siempre buscó para ella lo mejor, aunque algunos digan o piensen sobre esto de otra manera. Fue un Papa grande y audaz,
testigo valiente del Evangelio, que nos confirmó en la fe y en la caridad, en momentos decisivos para Iglesia y el mundo. Murió en un día muy significativo, un domingo y, además, un seis de
agosto, fiesta de la Transfiguración del Señor, y, de alguna manera, la del propio Papa Montini, hombre sobre todo de fe, y "mártir" de la fe y de la verdad, que tanto quiso a la Iglesia y que
tanto sufrió por todos.
Quiso que su vida "fuese un testimonio de
la verdad para imitar así a Jesucristo". Entendió por testimonio: "la custodia, la búsqueda, la profesión de la verdad". Fue el Papa a quien correspondió la misión de proseguir y llevar a puerto
las labores del Concilio Vaticano II, convocado e iniciado por el Papa "Bueno", San Juan XXIII, para promover la gran renovación de la Iglesia, fortalecer la comunión en el seno de la Iglesia y
la unidad entre los cristianos, entablar un diálogo sincero y constructivo con el mundo y pensamiento contemporáneo, con otras religiones y suscitar un gran dinamismo para que la Iglesia se
hiciese presente en el mundo, o mejor hiciese presente en el mundo a Jesucristo, luz de las gentes, la gran esperanza para todos los hombres y todos los pueblos, en quien se esclarecen
inseparablemente el misterio de Dios y la grandeza, verdad, dignidad, y vocación profunda y alta del hombre. A él le cupo, al finalizar el Concilio, la difícil y arriesgada tarea de impulsar su
aplicación y ponerlo fielmente en práctica, para renovar, fortalecer y hacer crecer a la Iglesia. Por eso fue el Papa de la fe, el Papa de la unidad y del diálogo, el Papa de la nueva
evangelización del mundo contemporáneo.
Me gusta recordar el que mes y medio antes
de morir, en la última fiesta de San Pedro que celebraría aquí, presintiendo quizá el momento de su partida, hizo balance de su ministerio: el mismo de Pedro, a quien el Señor le confió
"confirmar a los hermanos en la fe" y nos dejó, con estremecedoras palabras, lo que para mí es resumen y sello de su pontificado. "He aquí el propósito incansable -dijo-, vigilante, agobiador,
que nos ha movido durante estos quince años de pontificado. Fidem servavi (“guardé la fe”), podemos decir hoy, con la humildad y firme conciencia de no haber traicionado nunca la santa verdad.
Recordemos, como confirmación de este convencimiento y para confortar nuestro espíritu que continuamente se prepara para el encuentro con el Justo Juez, algunos documentos del pontificado, que
han querido señalar las etapas de este nuestro sufrido ministerio de amor y servicio a la fe y a la disciplina".
Entre estos documentos tenemos: Ecclesiam
suam (agosto del 64), su primera Encíclica programática, la del diálogo y el encuentro; Mysterium fidei, sobre el misterio eucarístico, centro y clave de la Iglesia (en octubre del 65, última
etapa del Concilio); Christi Matri (15 de septiembre del 66), breve y desconocida carta, en la que se ordenan súplicas a la Santísima Virgen ante una situación extremadamente delicada del mundo;
Populorum progressio (marzo del 67), con la que iluminó “el gran tema del desarrollo de los pueblos con el esplendor de la verdad y con la luz suave de la caridad de Cristo” (Benedicto XVI),
según las enseñanzas del Concilio, que hizo suyas, para el progreso del mundo; Sacerdotales Coelibatus (en junio del 67), de tan profunda visión sobre el sacerdocio y de tan alta actualidad en
los tiempos que corremos; Evangelica testificatio (junio del 71), sobre la vida consagrada; Paterna cum benevolencia (diciembre del 74), para orientar el Año Jubilar de la Reconciliación,
precisamente sobre la reconciliación en la vida de la Iglesia; Gaudete in Domino (mayo del 75), páginas bellísimas sobre la verdad de la alegría admirable que brota de Cristo y caracteriza el ser
cristiano; Evangelii Nuntiandi, a los diez años del Concilio Vaticano II (diciembre del 75), Exhortación Apostólica postsinodal sobre la evangelización del mundo contemporáneo, “dicha e identidad
más profunda de la Iglesia”, de tan grandes y benéficas repercusiones posteriores; y Humanae Vitae (25 de julio del 68), Encíclica verdaderamente profética que ha marcado una etapa nueva y
esperanzadora sobre la vida y su transmisión, en la que se subrayan “los fuertes vínculos existentes entre la ética de la vida y la ética social” (Benedicto XVI), y se expone la verdad del amor y
de la sexualidad, en la base misma del matrimonio y de la familia, y, por último, el Credo del Pueblo de Dios (1968), que bien podría resumir su pontificado y que es una luz que debiera
alumbrarnos en nuestros días.
¡Qué gran don de Dios para la Iglesia fue
el Papa Pablo VI, un “pastor conforme al corazón de Dios”!¡Cuánto necesitamos del testimonio y del aliento de este testigo singular y básico de la fe, de este servidor apasionado y verdadero
“mártir” de la fe en los momentos que vive el mundo, cuya necesidad más honda, más urgente y apremiante no es otra que la fe misma. Momentos cruciales para la Iglesia llamada sobre todo y por
encima de todo a anunciar el Evangelio, a meter, a inyectar en las venas del mundo, de la historia, de los hombres, la “sangre”, la fuerza vital y vivificadora del Evangelio de Dios, del amor de
Dios y de salvación, para que surja una humanidad nueva hecha de hombres nuevos con la novedad de la vida conforme a este Evangelio, el de la fe verdadera que da fundamento al hombre y lo renueva
desde su más profundo centro. Es providencial que su beatificación haya sido tras la canonización de Juan XXIII y Juan Pablo II, pero inseparable de ellos: los tres forman una unidad con el
Vaticano II, “nuevo Pentecostés de nuestro tiempo”.
+ Antonio Cañizares
Llovera
Arzobispo de
Valencia