Acabamos de celebrar la fiesta del Sagrado Corazón.
Siempre he vivido esta fiesta con una especial profundidad, quizá porque en mi casa siempre hubo una imagen del Sagrado Corazón a la que siempre nos remitían y nos decían que había que tener ese
mismo Corazón. Hoy doy gracias a Dios de aquella impronta que creó en mi vida esa enseñanza. ¡Qué profundidad y qué horizonte tan distinto adquiere la vida cristiana cuando descubrimos ese
Corazón de Cristo en el Misterio de la Eucaristía, en la comunión real y verdadera con Jesucristo! ¡Qué bien se entienden y se viven esas expresiones de “un solo pan, un solo cuerpo” y “un solo
corazón y una sola alma”! Sí, en esa comunión con Jesucristo el latido de nuestro corazón va al unísono con el de Jesucristo. Recibir la Eucaristía significa entrar en comunión profunda con
Jesús. Y, desde esa comunión, sabernos un solo cuerpo y, juntos todos y unidos al Señor, un solo corazón y una sola alma. Entrar en esa comunión es entrar en esa realidad que, con palabras de
Jesús, cada cristiano quiere asumir en su vida, para que ésta tenga el significado y densidad propios de ella: “para que todos sean uno. Como tú, Padre, en mí y yo en ti, que ellos también sean
uno en nosotros, para que el mundo crea que tú me has enviado” (Jn 17, 21).
Hace muchos años leía en Miguel de Unamuno la
descripción que hace de la última Cena. Él la describe como “cena nupcial” y me impresionó tal descripción. Habla de la cena de bodas entre el amor y la muerte o cena de despedida del que amó a
los suyos hasta el extremo, respondiéndoles con un gesto de entrega cuando le traicionan y con un rito de vida cuando le asestan un golpe de muerte (cf. Miguel de Unamuno, El Cristo de Velázquez,
Obras Completas, Madrid 1969. VI, 417-496). Además, el gesto último de Jesús va acompañado de un encargo esencial: “haced esto en memoria mía…, cada vez que comáis y bebáis de este cáliz
anunciaréis mi muerte hasta que vuelva”. ¿No creéis que esto es lo más necesario en nuestro mundo, responder como Jesús con un gesto de amor hasta el extremo, que lo es de entrega y de vida?
¿Dónde aprendemos a vivir ese gesto de entrega y de vida? Ciertamente, cuando nos sumergimos en el Misterio de la Eucaristía.
La unidad, la comunión y la entrega del Amor de
Dios a los hombres nacen en el encuentro con Cristo. Como Iglesia que somos de Jesucristo, estamos en el mundo para mantener con fuerza y bien en alto la memoria viva de Jesús. Hay que dar
cumplimento al encargo recibido de Él: “haced esto”. Pero surge necesariamente una pregunta ante el mandato del Señor de “haced esto”: ¿Qué memoria hemos de hacer y cómo lo haremos? Naturalmente
que se trata de hacer memoria de Él, de su rostro, de su persona. Encontrarnos con Él, vivir en su presencia y desde su presencia, desde su aliento y desde su amor. Hay que hacer memoria de su
amor, de ese amor que le impulsó desde el inicio mismo de su predicación a vivir con todos su amor y su perdón, su cercanía, su solidaridad, su obediencia fiel y hasta las últimas consecuencias.
¿Qué tenemos que hacer nosotros? Repetir esto, es decir, hacer memoria de Él, de su persona y, como consecuencia, de sus acciones y comportamientos, de su manera existencial de vivir y de sus
planteamientos. Contemplar el Sagrado Corazón de Jesús nos lleva a vivir en la necesidad de un encuentro con Él, de una comunión viva con Él. Por eso, la Eucaristía es síntesis de su existencia y
también, por decirlo de alguna manera, síntesis de la existencia de la Iglesia, o mejor, cifra verdadera e identidad auténtica de la misión de la Iglesia.
La Eucaristía es sacramento permanente donde Cristo
está realmente presente, es sacramento de unidad y sacramento de Amor entre los hermanos. Es cierto que en todas partes podemos reavivar nuestro contacto con el Señor, pero la fe nos asegura que
el Dios con nosotros, el Emmanuel, se quedó bajo las especies sacramentales de pan y de vino en la Eucaristía. Ahí está Dios; ahí vive Dios; ahí se perpetúa la entrega y el amor de Jesucristo, el
amor redentor hacia los hombres. En la Eucaristía toda la creación, la historia y los hombres vivos se hacen oferentemente presentes a Dios. En la Eucaristía llegamos a ser en presencia de Dios,
nos dejamos transir por su vida, entramos en comunión con el Cuerpo y Sangre de Cristo y, así, llegamos a alcanzar nuestro verdadero cuerpo y nuestra personalidad eternizada. En la Eucaristía
alcanzamos la salud, como es tener la verdadera relación sanante y sanadora. En la comunión con Jesucristo tenemos su mismísimo misterio relacional: relación con la naturaleza, relación con el
prójimo, relación con la historia y relación con el Misterio de amor y de gracia que es Dios. En la Eucaristía nuestro corazón late al unísono con el de Jesucristo.
¡Qué maravillosa resulta la contemplación de la
Eucaristía desde la perspectiva del gesto supremo de Jesús en la última cena! Él, en un gesto supremo de su libertad, vivida como donación y no como reserva de su existencia o de distanciamiento
de los hombres, invierte la traición y el abandono en un signo de solidaridad y acompañamiento. Precisamente por eso, anticipa el amor y la generosidad con que se va a ofrecer a Dios por todos
los hombres. En esta entrega y reparto de su vida por todos, “esto es mi cuerpo; esta es mi sangre por vosotros y por muchos”, está la estructura constituyente de la Eucaristía y se establecen
las leyes para la celebración de la Eucaristía y de la presencia de la Iglesia en el mundo. La Iglesia nació en el momento en que el Amor fue más fuerte y más grande que la muerte, haciendo que
apareciese el hombre nuevo.
Y así, la Iglesia tiene a la Eucaristía como
manantial y fuente de su nacimiento. Al celebrar la Eucaristía, la Iglesia se reconoce a sí misma pues, naciendo de la vida de Jesús y siendo enviada al mundo para que entregue esa vida misma de
Jesús a todos los hombres, viviendo como un solo cuerpo y siendo un solo corazón y una sola alma, encuentra la hondura de su misión. La Iglesia que nace de la comunión con Cristo hasta el límite,
al comulgar todos en su Cuerpo entregado y en su Sangre derramada, se ve inducida a una comunión universal. De tal manera que el cristianismo, por la Eucaristía, introduce e induce a una
subversión, pues todo queda relativizado frente a la persona, todo está subordinado a la persona que se interpreta a sí misma y conoce su destino a la luz de la existencia humana de Jesucristo.
Quien celebra la Eucaristía no puede dejar de percibir el imperativo sagrado de la comunión y, por tanto, de la unidad y del amor.
La Eucaristía es escuela auténtica y única de
humanidad verdadera. Y es que Cristo revela plenamente el hombre al hombre. Quien participa en la Eucaristía aprende a encontrarse plenamente en la entrega sincera de sí mismo, en la comunión con
Dios y con los demás que son sus hermanos. La Eucaristía nos llena del Amor de Dios, que nos hace tener los mismos sentimientos de Cristo, nos hace vivir no en el distanciamiento sino en el apoyo
al otro y ordenando la vida a favor del otro, nos hace ser solidarios, serviciales y entregados, nos hace vivir el compromiso con los demás. La celebración de la Eucaristía nos hace ser creativos
en la caridad, que es el Amor de Cristo y, así, regalarlo.
Con gran afecto, os bendice
+ Carlos, Arzobispo de Valencia