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08. junio 2014

Ven Espíritu Santo, enciende el fuego de tu amor

Os he de decir con todas mis fuerzas que la primera y suprema maravilla realizada por el Espíritu Santo es Cristo mismo. Y en esta carta deseo dirigir la mirada a esta maravilla. ¿Os habéis dado cuenta que fue decisiva su presencia en la Encarnación? Cuando hablamos del misterio de la Encarnación, al decir que el Verbo se hizo carne tenemos que subrayar que lo hizo en el seno de María por obra del Espíritu Santo. La humanidad del Hijo de Dios se formó en el seno de la Virgen por obra del Espíritu. Por ello, resulta normal que todo intento de conocer a Jesucristo requiera un conocimiento del Espíritu Santo. Nunca podemos entender lo que ha sido Cristo para nosotros independientemente del Espíritu Santo. Penetrar en el misterio de Cristo nos hace entrar en el influjo que tiene el Espíritu Santo en la Encarnación y en toda la vida de Cristo: desde su infancia, en el inicio de la vida pública en el bautismo, en su estancia en el desierto, en la oración, en su predicación, en el dar la vida por nosotros en la crucifixión, hasta la Resurrección. El Espíritu Santo ha dejado la impronta en el rostro de Cristo de su personalidad divina.

También para todos los cristianos, nuestra relación con Cristo va unida íntimamente a nuestra relación con el Espíritu Santo. Para tener luz y no vivir en el “anochecer” con las “puertas cerradas” a Dios y a los demás, para quitar el “miedo”, es necesario que entre Jesús y nos diga “la paz con vosotros”. Y que nos muestre que Él es el Resucitado, para vivir como los primeros discípulos que “se alegraron del ver al Señor”, como nos dice el Evangelio de San Juan (cf. Jn 20, 19-20). ¡Qué bien se manifiesta esto en Pentecostés y cómo continúa manifestándose y mostrándose! Se mostró en Pentecostés y permanece durante toda la historia de la Iglesia y del mundo. Tenemos que ser observadores y contemplativos de realidades que se nos hacen patentes: en el acontecimiento de la Encarnación, el Espíritu Santo se manifiesta visiblemente y envuelve la vida de María. Recordemos aquellas palabras del Ángel a la Virgen después de preguntar Ella “¿cómo será esto, puesto que no conozco varón?” (Lc 1, 34b). Las palabras del Ángel tienen una fuerza especial: “El Espíritu Santo vendrá sobre ti y el poder del Altísimo te cubrirá con su sombra” (Lc 1, 35a).

Podríamos decir también que, en Pentecostés, el Espíritu Santo, igual que a María, cubre a la Iglesia con su sombra. La Iglesia vive del Espíritu Santo, es obra del Espíritu y, por eso, puede realizar el deseo de Cristo: “como el Padre me envió, también yo os envío”. Y nos dice el Evangelio que “dicho esto, sopló sobre ellos y les dijo: recibid el Espíritu Santo” (Jn 20, 21b y 22b). En el corazón del Padre comienza la Iglesia: el Padre sintió amor y comenzó esta larga historia de amor en el tiempo; vino su Hijo y nos dio a conocer el amor del Padre. Y esta historia aún no ha terminado, continúa mostrándose a todos los hombres a través de la Iglesia que camina y obra por la fuerza del Espíritu Santo. ¿Sabéis la belleza que tiene nuestra vida de cristianos llenos del Espíritu Santo, siendo cada uno un eslabón de una inmensa cadena de amor? Sin el Espíritu Santo no comprenderemos nunca a la Iglesia, ni entenderemos esas palabras de Cristo: “como el Padre me envió, también yo os envío” (Jn 20, 21b). Somos enviados para mostrar, como Cristo, el amor de Dios a todos los hombres.

Por ello, podemos entender mejor que la Iglesia no crece con fuerzas humanas. Y cuando la hemos querido hacer crecer con las fuerzas de los hombres, nunca hemos conseguido lo que desea Cristo: que vean los hombres el rostro del Padre, el mismo que hizo ver Él a los hombres. Tenemos que reconocer que, a veces por razones históricas, hemos equivocado el camino. Todo lo que no haya sido mostrar y vivir esta historia de amor de Dios con los hombres no hace crecer a la Iglesia. La Iglesia no es una ONG. ¿Sabéis lo que es? Una inmensa historia de amor. Y su fuerza es el Espíritu, el Espíritu Santo, el amor. Por eso, cuando mejor se entiende a la Iglesia es cuando la contemplamos y la vemos como una “madre”. Una “madre” que ama, que acoge, que quita miedos, que da seguridad, que abraza a todos y en la que todos encuentran lo que necesitamos para vivir. Es lo que tan bellamente decía San Juan Pablo II: “el hombre no puede vivir sin amor. Él permanece para sí mismo un ser incomprensible, su vida está privada de sentido si no se le revela el amor, si no se encuentra con el amor, si no lo experimenta y lo hace propio, si no participa en él vivamente. Por esto precisamente, Cristo Redentor revela plenamente el hombre al mismo hombre” (RH 10a). Y, en ese sentido, lo tiene que seguir realizando la Iglesia. Por eso entendemos mejor sus palabras: “como el Padre me envió, también yo os envío” (Jn 20, 21b). La Iglesia siempre toma conciencia de que su mirada a los hombres es la mirada de una “madre” y descubre que los hijos, ante la mirada de una madre, siempre responden aunque en algún momento tarden en hacerlo.

En Pentecostés, después de la venida del Espíritu Santo sobre los Apóstoles, “había en Jerusalén hombres piadosos, que allí residían, venidos de todas las naciones que hay bajo el cielo… al oírles hablar en su propia lengua… todos estaban estupefactos y perplejos” (cf. Hch 2, 1-13). Era la Iglesia que se ponía en camino y mostraba el rostro de una “madre” que se ocupa de todos los hombres, que a todos quiere hacer llegar el amor de Dios manifestado en Jesucristo y sabe que este lenguaje lo entienden todos los hombres. Es verdad que, ante este amor expresado por los Apóstoles con la fuerza del Espíritu Santo, había reacciones diversas: unos creyeron, otros decían ¿qué significa esto?, otros se reían diciendo éstos `están llenos de mosto´. Y muchos, ante ese amor, dijeron, ¿qué hemos de hacer? La respuesta fue clara: convertíos y bautizaos y “recibiréis el don del Espíritu Santo”.

“El Espíritu del Señor está sobre mí, porque Él me ha ungido. Me ha enviado para dar la buena noticia a los pobres, para anunciar a los cautivos la libertad, y a los ciegos la vista. Para dar la libertad a los oprimidos: para anunciar el año de gracia del Señor” (Lc 4, 18-19). De estas palabras, lo más importante es lo que dice después Cristo: “hoy se cumple esta escritura que acabáis de oír”. Aquella profecía se cumple en Él. Solamente Cristo está unido al Padre en el Espíritu Santo. Y de ahí deriva su misión: “me ha ungido para anunciar”. Primero, consagración. Y luego, misión, es decir, una consagración para la misión. El Espíritu Santo es el principio interior, la fuerza y el dinamismo permanente de la misión evangelizadora de Jesús. Descubramos en dos conversaciones de Cristo esta raíz: 1) Con Nicodemo, un hombre noble y honesto, a quien la cercanía y las palabras de Jesús le producen tal sacudida que se le abre un horizonte distinto: Dios es quien envía a su propio Hijo y no para que juzgue el mundo, sino para que el mundo se salve por Él (cf. Jn 3, 17). La gracia es un don de Dios que se revela mediante el amor en su expresión máxima, dando la vida por amor, para que tengamos una vida nueva que nos viene por la acción del Espíritu Santo con esa imagen que Jesús utiliza con Nicodemo, “el viento sopla donde quiere”. 2) Con la Samaritana, a quien pide agua del pozo, pero a quien le desvela el misterio del agua viva que el hombre no saca del pozo sino que lo recibe como don de Dios mismo, y por ello responde “dame de beber”.

Con gran afecto, os bendice

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