Ha sido una experiencia que no es fácil describir
con palabras el acoger a dos santos: San Juan XXIII y San Juan Pablo II. Fueron sucesores de San Pedro y nos han acompañado entre los dos una gran parte del siglo XX, abriéndonos las puertas para
comenzar el siglo XXI. Nos han mostrado con sus vidas que no hay otra manera de transformar este mundo y de hacerlo humano, con el “humanismo verdad” que se nos revela en Jesucristo, más que
haciendo verdad en nosotros aquella propuesta que Jesús le hizo al fariseo Nicodemo, “en verdad, en verdad te digo: el que no nazca de lo alto no puede ver el Reino de Dios” (Jn 3, 3). Es,
también, el modo de hacer presente anticipadamente el Reino de Dios entre nosotros, su amor, su gracia, su misericordia, su paz, su justicia, su verdad. ¿Nacer de nuevo? Sí, nacer de lo alto,
dejar entrar en nosotros la vida de Jesucristo. Así, estos dos pastores gigantes nos mostraron de modos diversos que, para construir el presente y el futuro de los hombres, había que tener el
atrevimiento y el valor de mirar las heridas de Jesús que están en las vidas de muchos hombres y de los pueblos, de tocar sus manos llagadas y no avergonzarse de la carne de Cristo, porque en
cada persona y en cada situación veían la persona de Jesús.
San Juan XXIII, por ello, tuvo el deseo y la
audacia de abrir las puertas de la Iglesia convocando el Concilio Vaticano II, para que dejásemos entrar y saliésemos, también, los discípulos del Señor a un mundo que estaba necesitado de la
misericordia de Dios. Y, precisamente por ello, la Iglesia tenía que dialogar con ese mundo. A menudo he pensado que la encíclica de Pablo VI “Ecclesiam suam” era como una fotografía del deseo
que el Papa Juan XXIII tenía y que tan bellamente fue formulado por su sucesor. Porque Juan XXIII tuvo una vida apostólica que le hizo ver heridas y ausencias: después de su experiencia vivida
como secretario del obispo de Bérgamo, profesor del Seminario, más tarde como Visitador Apostólico en Bulgaria y en Turquía, como Nuncio en París y Patriarca de Venecia, sentía en su corazón que
la Iglesia debía de reflexionar sobre sí misma para confirmar los planes que Dios tiene sobre ella, para buscar más luz y nueva energía, y un gran gozo en el cumplimiento de su misión, ya que la
misión cristiana en el mundo es la de hacer hermanos a los hombres. Todo ello, además, en virtud del Reino de justicia y de paz inaugurado con la venida de Jesucristo al mundo. Él quiso dejarse
guiar por el Espíritu Santo y, sin miedos, ver todas las situaciones de los hombres, para acercarnos a ellas y a cada ser humano, dando ese aceite sanador que solamente puede poner
Jesucristo.
Y, también, San Juan Pablo II, recorriendo todos
los continentes, encontrándose con todas las razas y culturas, quería entregar y hacer ver a todos los hombres esa gran noticia que nos es revelada por Jesucristo y que él supo formular con esta
belleza: “el hombre que quiere comprenderse hasta el fondo a sí mismo –no solamente según criterios y medidas del propio ser inmediatos y parciales, a veces superficiales e incluso aparentes–
debe, con su inquietud, incertidumbre e incluso con su debilidad y pecaminosidad, con su vida y con su muerte, acercarse a Cristo. Debe, por decirlo así, entrar en Él con todo su ser, debe
apropiarse y asimilar toda la realidad de la Encarnación y de la Redención para encontrarse a sí mismo” (RH 10a). Así, el gran empeño de Juan Pablo II fue no permanecer inmóvil e indiferente ante
los cambios del mundo, sino ilusionarnos a todos los creyentes en ser testigos de Cristo y, para serlo, “abrir nuestras puertas a Cristo”. Quiso que la Iglesia se hiciese palabra, mensaje y
coloquio. ¡Qué fuerza tuvo en su vida y en su ministerio el diálogo de la salvación! El diálogo de la salvación fue abierto espontáneamente por iniciativa de Dios: “Él nos amó primero” (1 Jn 4,
10). El diálogo de la salvación nació de la caridad y de la bondad divina: “De tal manera amó Dios al mundo que le dio a su Hijo unigénito” (Jn 3, 16). Y este diálogo se hace con todos. Nos lo
dice el mismo Señor: “No necesitan de médico los que están sanos” (Lc 5, 31). Nos hizo una llamada a ser constructores de la civilización del amor, promotores de nuevos impulsos evangélicos para
cooperar con todos los hombres para que la savia del Evangelio renueve la civilización. Con este objetivo, Juan Pablo II siempre invitaba a tener una experiencia viva del Señor. La gracia de
escuchar, ver y tocar al Señor, acercando su Palabra a nuestras vidas, celebrando los Sacramentos, dejar que entre Jesucristo en nuestra vida, que ocupe todas las estancias de la misma, fue su
gran ocupación mientras vivió con nosotros.
¡Qué maravilla ver a Juan XXIII, el Papa Bueno,
anunciando una gran alegría como fue hace cincuenta años el anuncio del Concilio Vaticano II! A través de su persona, la gracia de Dios estaba preparando una primavera que comprometía nuestras
vidas y prometía grandes bienes. San Juan XXIII vivió una especial docilidad al Espíritu Santo. Así nos lo ha recordado el Papa Francisco en la homilía de su canonización. Una docilidad que hizo
que su vida fuese una tierra buena y fecunda para hacer germinar la concordia, la esperanza, la unidad y la paz. Toda la humanidad percibió en San Juan XXIII, en su modo de vivir y presentar la
fe en Jesucristo y su pertenencia a la Iglesia, un modo singular y atrayente que hizo mirar hacia la Iglesia a todos los hombres y mujeres de buena voluntad. Vieron en la Iglesia una madre y una
maestra. Hizo ver a los hombres a un Dios cuya categoría fundamental era la misericordia, de la cual tan necesitados estamos todos los hombres. ¡Qué horizontes de fraternidad y de diálogo abrió
entre Oriente y Occidente! Resuenan aún las palabras suyas de la encíclica Pacem in terris, en las que nos dice que los creyentes hemos de ser “como centellas de luz, viveros de amor y levadura
para la masa”. Y continúa diciendo, “efecto que será tanto mayor cuanto más estrecha sea la unión de cada alma con Dios” (ES 164).
Pero no es menos maravilla la vida de San Juan
Pablo II que, con sus escritos y gestos, expresó el gran deseo que tenía de difundir el Evangelio de Cristo en el mundo. ¿Cómo lo hizo? Utilizó todos los métodos que el Concilio Vaticano II había
indicado, trazando las líneas de desarrollo de la vida de la Iglesia. ¡Qué fuerza tienen sus palabras y su testimonio de vida! En él descubrimos cómo el corazón de la Iglesia está profundamente
inmerso en el misterio de la resurrección del Señor. La vida de San Juan Pablo II hay que leerla bajo el signo de Cristo Resucitado con el que mantenía una conversación íntima, singular, honda e
ininterrumpida. Cuando le veíamos orar, descubríamos cómo se sumergía literalmente en Dios y parecía que de todo lo demás estaba ausente. Siempre me impresionó cómo vivía la Santa Misa. En la
celebración de la Eucaristía encontraba la energía espiritual para guiarnos por el camino de la historia. Creo, sinceramente, que aquellas palabras del Apóstol San Pablo, “si hemos muerto con él,
también viviremos con él; si nos mantenemos firmes, también reinaremos con él” (2 Tim 2, 11-12), San Juan Pablo II las había experimentado desde niño. Encontró la cruz en el camino, en su
familia, en su pueblo, pero muy pronto decidió cargarla con Jesús y seguir sus huellas. Precisamente por ello, tuvo una gran autoridad sobre nosotros y nos dijo, en multitud de ocasiones, “¡no
tengáis miedo!” (Mt 28, 5), de tal manera que siempre que se las oí, las pronunciaba con firmeza y energía. ¡Qué maravilla su vida, siempre dando testimonio de Cristo! Fue un audaz e intrépido
defensor de Jesucristo y, por ello, no dudó en gastar todas sus energías por Él. Consumió su vida en la fe y en el amor, desde una entrega total y absoluta de la vida por dar a conocer a
Jesucristo, pero siempre poniéndose bajo el amparo de María, nuestra madre.
Con gran afecto, os bendice
+ Carlos, Arzobispo de Valencia