Los cambios que tiene nuestra época no son
superficiales, sino de fondo; no son, simplemente, nuevas manifestaciones en un mismo escenario, sino que el escenario de este momento de la historia es diferente, es nuevo. Hay una convulsión
tal que estamos asistiendo al nacimiento de una nueva época de la historia. Y la Iglesia tiene que ser ese rostro del Señor que se acerca a los hombres en todos los momentos de la historia y en
todas las circunstancias de su vida. No puede permanecer indiferente o inmóvil. Ella tiene que hacer sentir a los hombres que es Madre y que les acompaña, que vive para ellos, que desea entregar
la vida de Jesucristo, su paz y su amor, su misericordia y su compasión.
Por otra parte, la Iglesia nunca vive separada del
mundo vivo. El Señor la diseñó de tal manera que siempre viviese prolongando el misterio de su Encarnación y, por eso mismo, vive todas y cada una de las nuevas situaciones que marcan la vida del
ser humano. Hoy se dan nuevas situaciones. Así, la Iglesia, viviendo en el mundo y expresando en su ser y actuar la grandeza del Misterio de la Encarnación, busca por todos los medios que le ha
entregado Nuestro Señor Jesucristo acercarse a todos los hombres, en cualquier situación que vivan. Ella sabe que una nueva época hace que todos los que formamos parte de la misma respiremos el
humus de la cultura dominante, recibamos su influjo y tengamos que vivir con las leyes que tratan de organizar este mundo, y que, además, incentivan unas costumbres.
Todo esto provoca en la Iglesia como una doble
fidelidad: por una parte, la de defender la vida cristiana y promoverla –y, por eso, debe continuar con valor evitando todo aquello que pueda engañar, profanar, sofocar, contagiar de error y de
mal–; pero también, por otra parte, no solamente debe de adaptarse a los modos de vivir nuevos que aparecen, tanto en cuanto sean compatibles con las exigencias esenciales de su moral, sino que
debe de procurar purificar, ennoblecer, vivificar y santificar todo lo que aparece en la historia de los hombres con la fuerza y la gracia de Jesucristo. Hemos de tener todos la valentía, el
coraje y la audacia que nacen del Evangelio para hacer resplandecer la belleza de la Iglesia. Esto nos pide conversión permanente, palabras y obras que hagan creíble el anuncio de Jesucristo y
den fondo y forma a esta nueva época que está naciendo. Por eso, la nueva evangelización en esta nueva época está pidiendo a la Iglesia que manifieste siempre la fisonomía que Cristo le ha dado.
¿Cómo? Diciendo a los hombres y mujeres de este mundo quiénes somos, en verdad. Y para ello, debe presentarse enseñándoles tres verdades: 1) el ser humano es administrador de todo lo que se le ha
dado, de su vida, de los demás, de todo lo creado; 2) tiene que saber hacer un balance de su administración; 3) debe experimentar que Dios tiene una gran confianza en él, se fía y confía en
él.
- Es verdad, somos administradores y no dueños.
¿Qué se espera de un buen administrador? Que nada se pierda, que todo fructifique, que existan ganancias ¿Cómo hacer ver esta verdad, en esta nueva época que nace y que, muy frecuentemente, hace
creer al hombre que es dueño de todo: de su vida, de los demás, de lo creado? Para ser buen administrador, es necesario arraigar la vida en Jesucristo. ¿Por qué? Sin este arraigo fuerte en el
Señor, muy fácilmente nos adaptamos a esa concepción falsa y creadora de esclavos, de creernos dueños y de querer dar forma a mí, al otro y a la creación, desde mí mismo. Quien está arraigado al
Señor sabe que es administrador y que el diseño de todo, quien lo hizo, no ha sido el hombre sino Dios. Por eso, yo he de acoger todos los medios de Dios para administrar de tal manera mi vida,
la de los demás y toda la creación, que lleguen a tener las medidas de Dios. Entonces seré un buen administrador de algo que se me ha dado y de lo que no soy dueño.
- ¿Cómo hacer un balance de todo lo que se me ha
dado? ¿Qué medios tengo que poner? ¿Qué reglas son las que deben regir mi comportamiento y mi vida? Fundamentalmente dos: dejar que el Señor ocupe mi vida, que sea Él en mí y yo en Él y, por otra
parte, que esto se muestre en mis obras. Me impresionan esas tres palabras que hacen referencia al concepto de amor y que tan profundamente nos explicó el Papa emérito Benedicto XVI en la
Encíclica “Deus caritas est”: ‘amor’=‘eros’, que es el deseo de poseer al otro; ‘amor’=‘filía’, que es el amor del amigo al amigo; y ‘amor’=‘agape’, que es el amor difusivo que se irradia desde
Dios, el amor que levanta al humilde y al humillado. Es el amor que esta nueva época necesita para entregar el dinamismo transformador del Evangelio. El balance se hace, dejando que el Señor
ocupe mi vida e irradie su amor, que es el ‘agape’, que es un amor servicial y descendente, que no tiende a la posesión sino a la donación personal. Atrevámonos a hacer así el
balance.
- Experimentar que Dios tiene confianza en
nosotros. ¿Sabéis lo que supone para la vida de un ser humano que Dios confía en nosotros y que desde esa confianza nos hace administradores de todo lo creado? Vino a este mundo, se hizo uno de
nosotros. Quiso estar en esta historia y enseñarnos con palabras y obras a estar como hijos de Dios y hermanos de todos los hombres.
La confianza que Dios tiene con nosotros, la
manifiesta en su amor hacia nosotros. Amor de Dios y confianza hacia los hombres se confunden. Su confianza es el reconocimiento que más nos dignifica. ¡Qué importante es saber irradiar esta
confianza! Impregnados de esa confianza manifestada en su amor, tenderemos la mano a todos los que están postrados, heridos o desesperanzados.
La nueva evangelización en una nueva época pasa por
hacer presente de una manera viva el rostro de Jesucristo, pues será quien haga creíble su presencia entre nosotros. Ello supone tratar a los demás como el Señor lo hizo, ver en los demás el
rostro del Señor y hacer sus obras, esas por las que después nos juzgará al finalizar este tiempo (cf. Mt 25, 31-46). Caigamos en la cuenta que el criterio del juicio que haga el Señor en
nosotros, está en el amor. Es un criterio llamativo, pues frente a la indiferencia se regala el amor con las medidas que Dios mismo ha dado al amor.
Frente al mirar solamente para nosotros mismos, el
amor. Frente a las armas de todo tipo que utilizamos los hombres para defendernos, el amor. Tengamos esta seguridad: desde que Jesucristo nos ha dicho quién es el hombre y nos lo ha manifestado
con su propia vida, en todos los hombres está presente el rostro de Jesús. Esto hace y requiere de nosotros un movimiento interior especial de tal calado, que cuando en el rostro del hambriento,
sediento, forastero, desnudo, enfermo, encarcelado, sin techo, sin hogar, e indigente, se hace presente Jesús, mueve toda nuestra vida para que le demos su rostro. Ellos, los más pobres, son los
que mueven nuestro corazón a dar la mano, a dar nuestra vida, a no guardarnos para nosotros mismos.
¿Dónde ponemos la fuerza de la evangelización en
esta nueva época? Donde se puso siempre que deseamos acercarnos a los hombres en nuevas situaciones, perdiendo la vida por amor como Jesucristo. Cuanto más osadamente los hombres se han atrevido
a perderse, a entregarse, a olvidarse, más grande y más rica ha sido su vida, con más fuerza aparece el rostro de Jesucristo.
Con gran afecto, os bendice
+ Carlos, Arzobispo de Valencia