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23. junio 2013

La compasión, la misericordia y el perdón hacen todo nuevo

Podemos tener la tentación en la Iglesia de convertir su misión, en estos momentos y ante las dificultades culturales, en una presencia de ilustrados que, además, nos sitúe en una permanente confrontación con los modos de pensar del momento. De tal manera, que pudiera darse el caso de creer que la fe es de minorías cualificadas y muy sensibilizadas y que la presencia de un pueblo creyente, que acoge en su vida la gracia de la fe que Dios regala, tiene menos valor. ¡Fuera de nosotros este pensamiento! En quienes son ilustrados hay glorias, pero también hay pobrezas y debilidades muy grandes. ¿Dónde está la debilidad? En marginar al pueblo sencillo. No podemos hacer en la vida de la Iglesia esta división: cristianos de inteligencia y cristianos de segunda clase. A todos se nos pide madurez y a todos se nos reclama vivir la fe con el nivel de inteligencia y de personalización con el que se vive la vida misma.

Cuando hacemos esta división, que a veces es inconsciente, observamos que las reacciones son inmediatas. Y es que, cuando se retira de la vida diaria y de la historia la fe al pueblo y, sobre todo, a los más pobres, estamos realizando el expolio más grande al ser humano, le rompemos la identidad y los cimientos, le quitamos todo lo que hace nuevo lo que existe y que solamente nos lo da Dios: la compasión, el amor misericordioso y el perdón. La fe es una gracia que recibimos los hombres de Dios para que podamos ser, pensar, elegir, actuar en verdad y en la verdad. La compasión, el amor misericordioso y el perdón que recibimos de Dios mismo, es lo que engrandece la vida del ser humano y lo capacita para dar eso mismo a los demás y establecer un régimen de convivencia que nace, no de legislaciones construidas por los hombres, sino de la novedad que Dios mismo pone en el corazón del ser humano.

Vemos a Nuestro Señor Jesucristo, con su comportamiento y su relación directa con el pueblo, como nos enseña algo que es fundamental. Podemos tener más preparación y conocimiento de las cosas de Dios. Y si lo tenemos es para ir a los demás y darles a conocer lo que para nosotros es verdad absoluta: la compasión, la misericordia y el perdón que viene de Dios, que es quien cambia el corazón del hombre, lo hace nuevo y hace posible que todo lo que rodea su vida sea contagiado por esta novedad de Dios. Por eso, todos los que tenemos experiencia viva de Dios hemos de ser, en medio de los hombres, torres de esperanza, fortalezas que sostienen la debilidad de los demás y cimientos que generan una nueva manera de ser y estar en el mundo. Los cristianos hemos de ser cada día más conscientes que la Iglesia tiene que ser servidora de un pueblo que tiene tribulaciones, que vive en la desesperanza, que está en peligro de perder la identidad que el ser humano tiene y que nos ha dado Dios mismo.

Estoy seguro que, si lo pensamos un poco, a nadie nos gusta cómo se esta desarrollando esta historia que juntos hacemos. Experimentamos que tenemos que buscar otros caminos diferentes. ¿Por qué no somos nosotros? ¡Vamos a comenzar nosotros! Habrá quienes pueden hacer más que otros, pero todos podemos iniciar ese camino en el que dejemos de hacer repintes y aportemos novedad. Es verdad, que para realizar esta tarea, tenemos que tomar la decisión de que sea Nuestro Señor Jesucristo quien nos cambie el corazón. Porque, si no es así, todos serán repintes que hacemos en nuestra vida que duran lo que un día de lluvia, un azote de viento o un calor que derrite y cansa. No podemos hacer más repintes. Llega la hora de tomar una decisión. Una de las necesidades más grandes del ser humano es dejarse hacer por la compasión, el amor misericordioso y el perdón de Dios que nos regala cuando nos acercamos a Él. Estamos necesitados de que Él se acerque a nosotros. Cuando meditaba el Evangelio del domingo pasado (cf. Lc 7, 36-50) y veía los dos personajes que aparecen, me veía a mí mismo. Todos llevamos dentro esos dos personajes que se encuentran con Jesús: el fariseo y la pecadora o el pecador. ¿Quiero decir con esto que somos malos? No. Porque si os dais cuenta tanto el fariseo como la pecadora quieren tener a su lado a Jesús. Cada uno de manera distinta, pero desean tener a su lado a Jesús. No estaban a gusto con ellos mismos. Los dos tienen necesidad de la cercanía del Señor, pero de modo distinto. ¿Dónde está la diferencia? Uno lo ha llevado a su casa, lo ha sentado a la mesa, pero no ha incorporado aún su compasión, su amor misericordioso y su perdón, no ha decidido que sea Nuestro Señor la luz de su vida. La prueba es lo que piensa, “si este fuera profeta sabría qué mujer tiene delante”. Sin embargo, la pecadora irrumpe en el banquete, muestra gran valentía al entrar en una casa ajena y a la que nunca un fariseo hubiera permitido acceder. Pero ella había percibido en Él algo extraordinario que había despertado su corazón a la vida y a la esperanza. Los dos se han acercado a Jesús, pero la pecadora ha intuido el misterio que encierra y la capacidad de novedad que genera por su compasión, su amor misericordioso y su perdón.

Es de una fuerza impresionante comprobar que, precisamente, quien hace percibir que nos da vida, que se compadece, que extrae de toda situación –aunque sea de mal– un bien, que tiene para nosotros fuerza de rehabilitación de nuestras vidas, dándonos el perdón, es capaz también de cambiar de tal forma nuestro corazón, que hace que nos arrodillemos ante Él, que derramemos lo mejor de nuestra vida en Él –eso es el perfume que derrama sobre los pies y los seca con su cabello y los cubre de besos–, pues son los pies de quien es la paz, la vida, la verdad, la felicidad, de quien nos da de sí mismo para vivir, de quien aviva con fuerza que seamos compasivos, misericordiosos y dadores de perdón. 

Pero lo más importante es lo que, a través del fariseo, nos indica también a nosotros: “Simón, tengo algo que decirte”, y el Señor le quiere abrir a una visión nueva de todo, también de su existencia. Y continúa: “Un prestamista tenía dos deudores… ¿Quién de ellos lo amará más? Supongo que aquél que le perdonó más”, respondió Simón el fariseo. Y le expresa Jesús: “Te digo: que son perdonados sus muchos pecados porque ha amado mucho”, es decir, ha dado respuesta a mi compasión, a mi amor misericordioso y a mi perdón y ha incorporado a su vida esto para vivir junto a los demás. ¡Qué fuerza tienen las palabras con las que Nuestro Señor concluye! “Tu fe te ha salvado… vete en paz”. La plenitud del amor es el perdón, la compasión, la misericordia. Necesitamos tener la mirada y el corazón de Jesucristo.

Me atrevo a decir que no podremos superar la crisis que hoy padecemos en España y en Europa y que se agrandará a otros lugares del mundo, mientras no dejemos hueco en esta historia y en el corazón de los hombres a la compasión de Dios, su amor misericordioso y su perdón, que son los ideales que el Concilio Vaticano II nos ha recordado para construir el presente y el futuro en estos momentos de la historia. Sabemos que los hombres no son transformados por real decreto ni por real votación, tampoco por habilidades doctrinarias que imponen la comprensión de la vida humana a fuerza de poder. Antes bien, alcanzan la novedad más grande cuando dejan que Dios se acerque a sus vidas. Repensemos nuestro momento histórico, Valencia, España, Europa… desde aquí 

Con gran afecto, os bendice

+ Carlos, Arzobispo de Valencia

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