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16. junio 2013

Pensar y construir el presente y el futuro desde la fe

¿Por qué os propongo en mi carta pastoral semanal este tema y esta invitación: Pensar y construir el presente y el futuro de nuestro pueblo desde la fe? Entre otras cosas, porque me preocupa cómo y desde dónde estamos pensando y construyendo el presente y el futuro, los caminos que estamos proponiendo y las fuerzas con las que estamos trabajando. Precisamente por esto, la Iglesia, con la luz que le ha entregado Jesucristo y de la cual es depositaria, debe iluminar este pensamiento y esta construcción. Hay que saber discernir los fermentos de bien o de mal que se agitan en nuestro entorno, los que nacen de la verdad o de la mentira. ¿Con qué mirada veo este momento que estamos viviendo? ¿Es la mirada del historiador y del sociólogo? ¿Es la mirada del filósofo y del teólogo o del psicólogo y del humanista? ¿Es la mirada del poeta y del místico?

Ciertamente, todas estas miradas están y tienen en cuenta lo que observan; pero mi mirada sobre la realidad que estamos viviendo ha de ser la de un pastor preocupado por todos a los que el Señor le ha enviado a servir, y sus oídos quieren escuchar las voces profundas de su corazón y salir al paso de todos los hombres como Jesús: “Porque tanto amó Dios al mundo, que entregó a su Unigénito, para que todo el que cree en él no perezca, sino que tenga vida eterna. Porque Dios no envió a su Hijo al mundo para juzgar al mundo, sino para que el mundo se salve por él” (Jn 3, 16-17). Nuestra pregunta, pues, ha de ser: ¿Cómo decir a todos que Dios nos ama, que nos lo ha mostrado haciéndose realmente presente entre nosotros, siendo uno con nosotros en esta historia, que está a nuestro lado para ayudarnos y darnos su luz? ¿Cómo decir a los hombres que Dios ha venido y ha tomado rostro humano para salvarnos, para buscarnos salidas en las que todos podamos alcanzar la dignidad con la que hemos sido creados? Esta es la mirada que refleja la Constitución Gaudium et spes, del Concilio Vaticano II, y que expresa ya desde su introducción: “Es la persona del hombre la que hay que salvar. Es la sociedad humana la que hay que renovar. El hombre, por consiguiente, pero el hombre uno y total, cuerpo y alma, corazón y conciencia, entendimiento y voluntad, será el eje de toda nuestra explicación” (GS 3c).

Para pensar y construir el presente y el futuro desde la fe, ¿qué aporta la adhesión a Jesucristo, su manera de entender al hombre, las relaciones que hemos de tener entre nosotros, el modo y la manera de construir proyectos de presente y de futuro? Es cierto que los cristianos tenemos un modo singular de entender lo que es el ser humano y, también de cómo debe comportarse. Hay heridas en lo más profundo del ser humano que producen división, pero cuando se deja entrar a Jesucristo a nuestras vidas viene la reconciliación, la búsqueda de la unidad y de la paz. La Iglesia, cuando acerca a Jesucristo a los hombres, cambia su corazón y esto, en la perspectiva del Reino, promueve una conversión que pasa del corazón a las obras y que hace que mostremos el rostro de Él. En estos momentos de la historia, la Iglesia debe seguir animando a todos los hombres a mirar a Jesucristo. Mirarlo en la Cruz y la Resurrección. Estas miradas nos recuerdan esa dimensión vertical de la división y de la reconciliación que tiene realización en la dimensión horizontal de la vida y de la historia de los hombres. La Constitución Lumen gentium define a la Iglesia como un “sacramento, o sea, signo e instrumento de la íntima unión con Dios y de la unidad de todo el género humano”, en la que se reconoce cómo ella debe buscar siempre llevar a los hombres a la reconciliación plena, ya que es “por su misma naturaleza reconciliadora”. 

Para pensar el presente y el futuro desde la fe, hagamos un recuerdo: los españoles en 1978 fuimos capaces de hacer juntos una Constitución que quiso superar la irracionalidad, las venganzas, la violencia y los dogmatismos. Se trataba de ponernos todos juntos a recrear sanando el pasado y recoger los grandes ideales de los diversos grupos, de dejar la guerra teórica de quien tiene la razón y entrar en razón, de edificar el presente y el futuro de tal manera que todos viviésemos, conviviésemos y colaborásemos en todos los proyectos de un pueblo que busca dar la dignidad a todo ser humano, con la ilusión de que todo lo podemos hacer juntos. La Iglesia supo poner todo su tesoro, lo que estaba de su parte, para seguir haciendo realidad que quiere dar lo que recibió del Señor, ser portadora de esa “humanidad nueva” que es la que nos regala Nuestro Señor Jesucristo y dar ejemplo hacia dentro y hacia fuera. Desea pacificar los ánimos de todos los hombres entregando la verdad con rostro humano que es el mismo Jesucristo, adorado, admirado y querido por sus discípulos, pero también por todos los hombres que, en búsqueda del bien común, encuentran en la persona y en el modo de vivir y hacer de Cristo un icono para sus vidas. Tenemos experiencia real de que cuando acercamos a Cristo a nuestras vidas, las pacificamos, moderamos las tensiones, superamos las divisiones, sanamos heridas abiertas entre los hombres, buscamos estar unidos en lo esencial y convivimos con lo opinable. Promovamos un presente y un futuro con el “diálogo de la salvación”, con todos, en la verdad.

A mí me impresiona aquella página del Evangelio (cf. Lc 7, 11-17), en la que se muestra a Nuestro Señor Jesucristo entrando en la historia de los hombres y cambiándola. En un pueblo encuentra “mucho gentío” que acompañaba a una madre viuda que había perdido a su único hijo, ¿cómo actúa el Señor? Primero mira a aquella mujer y se compadece, le dice “no llores”, es decir, le mira con amor, busca salida a su situación de angustia y a un porvenir oscuro y tremendo que iba a tener esta mujer. ¿Cómo quita el sufrimiento a esta mujer? Se acerca al muerto y lo devuelve a la vida, “¡Muchacho, a ti te lo digo, levántate!”. A nosotros, nos viene a ofrecer mucho más que a aquél muchacho, nos ofrece su vida, quiere que vivamos con su vida y de su vida. Nada más ni nada menos que nos ofrece el tener la vida de Dios, la plenitud. Y es que el Señor nos da una manera nueva de vivir, nos da su vida. Por eso, San Pablo puede decir “no soy yo, es Cristo quien vive en mí”. Esto es lo que ofrece la Iglesia también para construir el presente y el futuro, pues sabe muy bien que el ser humano anhela saciar todas sus necesidades, las materiales y las espirituales. Y sabe, además, que no está sustentado solamente por estructuras de producción y convivencia, sino que tiene que alimentarse de esperanzas que le den plenitud, de verdad, ya que también esto es el pan y el agua de cada día que ha de tener las manos limpias y considerar siempre a su prójimo como un hermano y no un enemigo. Todo esto es lo que le va a hacer superar dolencias y enfermedades que destruyen y lo encaminan hacia la muerte. La Iglesia tiene que recordar, a sí misma y a todos los hombres, que tiene que seguir diciendo como Jesucristo, “¡a ti te lo digo, levántate!”. Sí, Jesucristo nos enseña a levantar al hombre.

Desde la fe, ofrezcamos a todos el modo y la manera singular y única de cuidar al prójimo, desasiéndose cada uno de sí mismo a favor de él. Acercar el amor y la misericordia de Dios al corazón de los hombres y a todas nuestras miserias, suscita y alienta a la libertad y al perdón, y capacita para el amor y para el servicio.

Con gran afecto, os bendice

+ Carlos, Arzobispo de Valencia

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