La fiesta del Sagrado Corazón de Jesús nos trae a la memoria muchos momentos de la vida del Señor en los que se nos manifiesta, claramente, cómo nuestra vida tiene que ser un eco permanente
de la llamada que Él nos hace para caminar por esta historia, movilizando todas las energías que nacen de nuestro Bautismo, es decir, de haber sido engendrados a una vida nueva en Cristo. El
corazón de Cristo nos invita a vivir la santidad y a ir por todos los caminos que tiene el hombre con el ímpetu de la “nueva evangelización”, que crea formas de vida dignas del hombre y,
ciertamente, la “civilización del amor”. Cuando nos acercamos a Jesucristo, contemplando su corazón, y nos dejamos contagiar por su ritmo, las palpitaciones son de tal calado en nuestra vida que
los males del materialismo, consumismo y secularismo quedan rotos, malparados y aniquilados. Los hombres y mujeres, con el dinamismo del corazón de Cristo, transforman este mundo. Tengamos la
valentía de buscar siempre vivir en la comunión y con la misión que el Señor nos ha entregado al darnos su vida.
Todos tenemos una tarea en la misión de anunciar que “el reino de Dios está cerca” (Lc 10, 9). Pero todos sabemos que será imposible anunciarlo con un corazón cuyos latidos son fruto de
nuestras fuerzas personales. Entrar en todas las situaciones de nuestra convivencia diaria anunciando a Jesucristo, solamente se puede hacer desde una comunión viva con Él. Así podemos entrar,
también, en todos los ambientes del mundo para transformarlos: la cultura, la economía, la política, las ciencias, el arte, la familia, la educación, el trabajo… Sí, urge entrar en ellos.
Corazones palpitando al ritmo de Cristo son los que tienen el dinamismo evangélico para ser sal y luz en esta historia. La fuente de la animación cristiana de este mundo se encuentra en la unión
de cada cristiano con Cristo. ¿Cómo es y cómo cultivamos esa unión-comunión con Cristo?
Para entrar en el dinamismo de la “nueva evangelización” se precisa una gran dosis de osadía y de impulso creativo, pero, sobre todo, se necesitan hombres y mujeres con una fe vivida, como
nos recuerda San Pablo, recibida en el corazón y expresada con los labios y con la vida. “Pues con el corazón se cree para conseguir la justicia, y con la boca se confiesa para conseguir la
salvación” (Rom 10, 10). Tener el corazón de Nuestro Señor Jesucristo supone expresar con palabras el misterio cristiano y proclamarlo. Así entra en el corazón de cada persona y del pueblo, de
tal manera que viva manifestando y pregonando por todos los rincones que Cristo es el Hijo de Dios, el Salvador, que ha resucitado y es el centro de la creación y de la historia humana. De este
modo, la fe recibida en el corazón de cada persona se expresa en una cultura impregnada por el espíritu evangélico, que es el espíritu de las bienaventuranzas y del mandamiento del
amor.
Una tarea y una invitación: convertirnos en recipientes que contengamos el amor de Dios. ¿Cuál es el rostro de quién nos manifiesta ese amor? El rostro verdadero de ese amor y quien nos lo
ha manifestado y revelado es Cristo. Hemos sido llamados a ser recipientes o vasijas que se llenan del amor verdadero que es Cristo. La fiesta del Sagrado Corazón nos recuerda de qué tiene que
estar lleno nuestro corazón. Es una especie de intercambio, pues ese amor que se recibe y se da o se devuelve siempre a todos los hombres, es un amor que nunca se gasta, es un manantial
permanente porque viene de Dios mismo. De ahí, la urgencia de encontrarse con quien nos revela su amor, porque Él mismo lo es, y nos lo regala y lo pone en nuestro corazón. Si no hacemos propio
el amor de Jesucristo, si es que no hacemos nuestro su corazón con sus medidas reales, no podemos asumir el reto que tiene la Iglesia, el de la “nueva evangelización”, y ayudar al hombre de
nuestro tiempo a experimentar y construir toda esta historia con las medidas del amor del Señor. ¿Cómo hacer posible que todos los hombres y mujeres de nuestro tiempo, que están sedientos de algo
que vaya más allá de lo inmediato, se encuentren con el amor de Cristo que viene siempre a ellos? Diciendo y mostrando que “no sólo de pan vive el hombre, sino de toda palabra que sale de la boca
de Dios” (Mt 4, 4). Por eso, para poder vivir la experiencia de un amor que nos invade, hemos de tener espacios nuevos para el silencio, la oración, la contemplación, para volver a los
sacramentos especialmente la Eucaristía y la Penitencia, como fuentes de amor, de libertad y de esperanza.
Hagamos que nuestro corazón palpite al unísono con el corazón de Cristo, ¿cómo? San Agustín nos dirá que la perfección cristiana se centra en el amor y se mide por el amor. Esto es lo que
tiene que palpitar en nuestro corazón, es decir, el mismo amor de Dios manifestado en Jesucristo. Por eso, dirá así San Agustín: “¿Comenzaste a amar? Dios comenzó a morar en ti; ama al que
comienza a morar en ti, para que, morando más perfectamente, te haga perfecto” (San Agustín: In. Jo. ep. 8, 12). Nos acercamos a los demás por la intensidad con que dejamos que el amor del Señor
esté y se manifieste en nuestra vida. ¡Qué fuerza tiene para nosotros ver que la perfección cristiana se centra en el amor y se mide por el amor! Tener el corazón de Cristo es el diseño que hemos
de pedirle para nuestra vida: “Haz, Señor Dios mío, que me acuerde de ti, que te comprenda y que te ame. Acrecienta en mí estos dones hasta que me reformes por completo” (San Agustín: De Trin. XV
28, 51).
¡Cuántas veces me han dicho que dé esperanza! ¡Con qué fuerza se pide a la Iglesia que dé nueva esperanza! ¡Cómo se les pide a los sacerdotes, miembros de vida consagrada, a todo bautizado
que den esperanza! Solamente se puede dar teniendo el corazón de Cristo, su mismo amor. Por ello, debe ser para cada cristiano una convicción absoluta que acoger y servir a toda persona que nos
encontremos por el camino de la vida es acoger y servir a Jesucristo (cf. Mt 25, 40). Amar y mostrar a los hombres que Cristo tiene predilección y amor por ellos es hacerlos nacer de nuevo,
significa hacer ver que las personas valen por sí mismas, cualesquiera que sean las condiciones que tengan en todas las dimensiones de la vida: sociales, culturales, económicas.
Una de las características de quien palpita al unísono con el corazón de Cristo es el tener una mística que yo llamo `de los ojos abiertos´, es decir, que le lleva a vivir la presencia del
misterio de Dios manifestado en Cristo y que recorre todos los entramados de la historia de los hombres, viendo esa presencia y la necesidad de acercar el amor de Dios a algunos de los rincones
de vidas humanas y de la historia. Vivir palpitando con el corazón de Cristo nos hace descubrir que toda la realidad está llena de la presencia de Dios y que donde se juega, aunque sea un ápice,
el destino humano, allí hay necesidad del corazón de Cristo para expresar su amor. Dios, que se hizo hombre, estuvo en esta historia al lado de los hombres, codo a codo con ellos, y participó de
sus problemas y de sus creencias. Mostró su corazón en el que todos tenían un hueco para acogerse a su amor. Él es quien nos contagia, también, a tener un corazón con sus medidas, que vive atento
y diciendo como Él a los demás: ¿qué quieres que haga por ti?
Con gran afecto y mi bendición
+ Carlos, Arzobispo de Valencia