¿Cómo anunciar a Jesucristo hoy? He vivido una experiencia el fin de semana pasado que me parce importante compartir con todos vosotros: un grupo de jóvenes se reunía en una parroquia a las seis
y media de la tarde, celebré la Santa Misa y, después, dejaba expuesto el Santísimo Sacramento hasta las doce de la noche. De aquél grupo unos pocos se quedaron orando, otros entonando cantos que
ayudaban a contemplar al Señor y el resto salía a la calle y a quienes se encontraban les regalaban una vela y les invitaban a entrar a la Iglesia para ponerla junto al Señor. Los sacerdotes que
acompañábamos este encuentro estuvimos confesando hasta las doce de la noche. El templo, debidamente arreglado y con una iluminación que invitaba al encuentro con el Señor, se iba llenado con
muchos jóvenes y con otras personas de edades muy diferentes. Y, ciertamente, la mayoría eran jóvenes. El templo, a la media hora de comenzar el regalo de las velas en las calles y la invitación
de ponerlas encendidas ante el Señor, ya permaneció lleno hasta las doce de la noche cuando rezamos completas y di la bendición con el Señor presente, realmente, en el Misterio de la Eucaristía.
¡Cuántas personas permanecieron orando y contemplando al Señor! ¡Cuántas reconciliaciones celebrando el Sacramento de la Penitencia! Puedo decir que no pude moverme de la capilla en la que estaba
celebrando este sacramento hasta las doce menos cuarto. ¡Cuántas personas que hacía muchos años que estaban al margen del Señor! ¡Cuántos cambios realizados en el corazón humano por el
Señor!
A la Iglesia y, por tanto, a todos los cristianos, la realidad y los hechos que estamos viviendo nos impulsan a realizar un servicio que lo es para toda la humanidad. Hemos de presentar
directamente la persona de Nuestro Señor Jesucristo. Debemos de hacer de nuestra existencia un programa de vida y de acción en el que mantengamos unas fidelidades que son esenciales siempre, pero
muy especialmente en tiempos de cambio, de incertidumbres serias, de desazones y desesperanzas, de sufrimientos grandes por no tener, entre otras cosas, lo que le da también dignidad, como es el
derecho a tener un trabajo. Anunciemos a Jesucristo, pues cuando entra en la vida del hombre y ocupa todas sus estancias, cambian todas sus perspectivas. Tenemos que decir a los hombres algo muy
importante y hacérselo ver con nuestras vidas, con la confianza que quien nos alienta y ayuda es el Señor: “pero yo he rogado por ti, para que tu fe no desfallezca”. Y tú, cuando hayas vuelto,
“confirma a tus hermanos” (Lc 22, 32). Se trata de ser testigos de la buena noticia que es Jesucristo y que nos hace creíble la trascendencia, el amor a los demás, el sentido de la vida,
mantenernos en la esperanza, encontrar siempre la libertad y hacer ver lo que es una existencia redimida.
Me impresionaba de un modo especial, la presencia del Señor en el Misterio de la Eucaristía el otro día. Ya lo había pensado en otras ocasiones, pero especialmente en esas horas experimenté que,
gracias a la Eucaristía, la Iglesia renace siempre de nuevo y se convierte como una red en la que todos, al recibir al mismo Señor y al estar ante Él, nos transformamos en un solo cuerpo y
abrazamos a todo el mundo. Necesariamente tenemos que hacerles llegar el amor del Señor. ¡Qué mundo más diferente podemos hacer moviendo nuestra vida desde la comunión con Jesucristo! Llegamos a
todos los hombres y hemos de dirigir nuestra atención, de un modo especial, a quien está tirado y herido en el camino de esta historia. Junto al Señor entendemos que evangelizar es la dicha y la
vocación propia de la Iglesia, mostrar al Señor, hacer posible que los hombres entren en comunión con Jesucristo. La Iglesia existe sólo para evangelizar, ser canal de gracia, entregar el perdón
de Dios, perpetuar el sacrificio de Cristo en la Eucaristía. ¡Qué fuerza tenía todo lo que en esa tarde-noche del sábado estábamos viviendo!
Era verdad. En la vida de los hombres y de los cristianos veíamos que la Eucaristía es el corazón de la Iglesia y de la vida cristiana. El beato Juan Pablo II nos dejó escrito que “la Iglesia
vive de la Eucaristía”, es decir vive de Jesucristo y ha de mostrarle a Él. Ahora entenderéis por qué el día del Corpus Christi del año pasado, en la Catedral, os hablaba de cómo la Eucaristía
nos llevaba a la Iglesia a presentar una alternativa siempre, pero, en este momento que vivimos, con una actualidad especial. Era lo que yo llamaba la “economía de comunión”, una manera de vivir
los compromisos a los que nos lleva la Eucaristía. La Universidad Católica de Valencia “San Vicente Mártir” acogió desde su identidad cómo podía asumir esos compromisos y ayudar a realizar este
proyecto de “economía de comunión”. Lo hizo con lo que ha llamado “proyecto persona: economía de comunión” que está vigente y que tiene nuevas connotaciones. Otras instituciones de la Iglesia,
según su identidad, lo han incorporado a su quehacer evangelizador.
Evangelizar es llevar la Buena Noticia a todos y en todos los ambientes y, fruto de su influjo, transformar desde dentro al ser humano, renovar a la misma humanidad. Evangelizamos cuando la Buena
Nueva entra de tal manera en el corazón de los hombres que cambian los criterios de juicio, los valores, los intereses, las fuentes desde las que nos inspiramos. La Eucaristía es el don que
Jesucristo hace de sí mismo, revelándonos el amor infinito de Dios por cada hombre. En ella nos manifiesta Jesucristo el amor más grande, el amor que impulsa a dar la vida: “los amó hasta el
extremo” (Jn 13, 1). La Eucaristía, don de Dios para la vida del mundo, tiene fecundidad para la vida personal, para la vida de la Iglesia y para la humanidad. En la Eucaristía, el amor de
Cristo, la caridad que no acaba nunca, nos une a todos los que participamos en el mismo sacrificio y nos proyecta hacia los demás. ¿Es posible comulgar con el Señor y desentendernos de los
hombres? El alimento de vida eterna nos transforma en Cristo.
La Eucaristía nos hace ser testigos de la trascendencia, pues nos hace creer en Dios, abrirnos a Él con todas las consecuencias. No se puede entender la vida del hombre sin esa dimensión esencial
que le hace ir más allá de sí mismo para encontrarse con los demás, como lo hace el mismo Dios. También la Eucaristía nos hace ser testigos del amor de Dios revelado en Jesucristo y ofrecer el
amor de Dios que nos devuelve a la verdad y entregarlo en gratuidad total. La Eucaristía nos hace ser testigos del sentido de la vida, que es para darla, no para retenerla. Hoy se dan protestas y
rechazos a un mundo sin sentido y es que en el fondo del corazón del hombre está la hechura de Dios, que nos hizo hijos y hermanos y no productos. La Eucaristía nos hace ser testigos de la
esperanza y, por tanto, con mayor capacidad para ayudar al prójimo, pues nos jugamos la vida sin angustia, con la seguridad de sabernos salvados. La Eucaristía nos engendra libertad, nos manda
acercarnos a todos los hombres. Seamos valientes para anunciar a Jesucristo presente en la Eucaristía.
Con gran afecto, os bendice
+ Carlos, Arzobispo de Valencia