Acabamos de celebrar la fiesta de la Ascensión del Señor y nos aproximamos a celebrar otra fiesta significativa para todos los miembros de la Iglesia como es Pentecostés. Desde ahora os digo que
la Ascensión de Jesucristo a los cielos no es un viaje en el espacio hacia los astros más remotos; significa más bien que quien ha ascendido no pertenece al mundo de la corrupción y de la muerte,
sino que Jesucristo ha conducido al ser humano a la presencia de Dios, ha llevado consigo la carne y la sangre en una forma transfigurada. ¡Qué esperanza trae al ser humano saber que encontramos
espacio en Dios! En nuestra adhesión sincera a Jesucristo contemplamos cómo hemos sido introducidos por Él en la vida misma de Dios. Y, por otra parte, cómo Dios abarca y sostiene todo lo que
existe. Al estar Cristo con el Padre, está cerca de nosotros para siempre, podemos tratarlo de tú, podemos llamarlo sabiendo que Él está atento a nuestra voz y a nuestras peticiones. Es más,
podemos vivir alejados de Él, dándole la espalda, e incluso negándole. Sin embargo, Él siempre nos espera y está cerca de nosotros. Nuestro Señor Jesucristo corona su misión en Pentecostés, hace
realidad lo que había prometido a sus discípulos, que recibirían la fuerza del Espíritu Santo para ser sus testigos en medio de este mundo. Y así, cuando estaban reunidos en oración en el
Cenáculo, descendió sobre ellos el Espíritu Santo y fue entonces cuando se lanzaron a anunciar la buena nueva de la resurrección de Cristo para encender en el mundo el fuego del amor divino.
Pentecostés es el bautismo de la Iglesia que emprende su misión universal.
¡Qué fiestas tan significativas para todos nosotros, los discípulos del Señor! Al subir al cielo nos revela de modo claro e inequívoco su divinidad, pues vuelve al lugar de donde había venido
después de cumplir su misión en la tierra. Pero nos lleva a todos nosotros, pues subió con la humanidad que asumió, que es la nuestra, bien es cierto que transfigurada, divinizada y eterna.
Precisamente, en la Ascensión se nos revela la grandeza de la vocación de toda persona humana. ¡Qué amor más grande! Por nosotros descendió y por nosotros ascendió. Para nosotros mandó el
Espíritu Santo para que fuésemos fuertes testigos de su vida. Nos acercamos al cielo en la medida que nos acercamos y entramos en comunión con Jesucristo. Somos sus testigos cuando dejamos que la
fuerza del Espíritu Santo invada nuestra vida, de tal manera que nos impulsa a anunciarlo.
Las fiestas de la Ascensión y de Pentecostés son una invitación a volver la mirada a Jesucristo, que es fuente de toda esperanza. Él nos revela quién es Dios y quién es el hombre. Sin Dios, el
hombre y el mundo no se explican. ¿Creemos en Dios? Desde la Ilustración, hay un afán de empeñarse en explicar el mundo sin Dios. Piensan algunos que sería superfluo meter a Dios en esta
explicación. Naturalmente que si esto fuera así, Dios sería inútil también para nuestra vida. Pero es cierto que en estas explicaciones y empeños, las cuentas no cuadran. Sin Dios, ni las cuentas
del hombre, ni las del mundo cuadran. Cuando contemplamos la persona de Jesucristo, experimentamos algo esencial para nosotros, que Dios no nos deja andar a tientas y en la oscuridad, que se ha
manifestado como hombre y que Él es tan grande que se puede permitir hacerse pequeño, y por eso nos puede decir: “El que me ha visto a mí, ha visto al Padre” (Jn 14, 19). Conocemos el rostro
humano de Dios y ello nos quita miedos y ansiedades, vacíos y desesperanzas. Mirando a Jesucristo descubrimos la plenitud del hombre, su grandeza, el gozo y la gloria de ser hombre.
Volvamos la mirada a Jesucristo, es necesario, es urgente. Estamos en un momento de la historia nada fácil. Por ello es necesario volver a Jesucristo. En esta necesidad se enmarca la “nueva
evangelización”, que quiere ser el mayor servicio a esta humanidad ahora. Y hay algo que podemos preguntarnos ya con toda claridad: cuando el hombre elimina a Dios de su horizonte, cuando lo
declara no necesario o muerto ¿acaso es más feliz? ¿Se hace verdaderamente más libre? Cuando el hombre se proclama propietario absoluto de sí mismo y dueño único de la creación, ¿puede construir
una sociedad donde reine la libertad, la justicia y la paz? Porque lo cierto es que sin este Dios, que se nos ha revelado en Jesucristo y que se nos ha manifestado con rostro humano, los hombres
siempre tenemos la tentación de sucumbir al poder, al arbitrio de quien más fuerza tiene, de los intereses egoístas, de la injusticia, de la explotación, de la violencia en todas sus
manifestaciones, de la soledad, de la división y del enfrentamiento.
Volvamos entonces la mirada a Jesucristo. Después de veintiún siglos, nuestro mundo tiene necesidad de escuchar con fuerza que Jesucristo es el Señor, que solamente en Él podemos salvarnos, que
no hay otro que nos entregue la salud que el ser humano necesita para ser precisamente eso, humano, con la humanidad de Jesucristo. De tal manera que hemos de tener la seguridad que la fuente de
la esperanza para todos los hombres es Cristo. La Iglesia debe ser el canal a través del cual pasa, se difunde y llega la ola de gracia que trae Jesucristo. En el Señor podemos alcanzar la
verdad. En comunión con Él podemos descubrir la verdad cierta de que todos los demás son hermanos míos, y que no lo son por las ideas que tengan o los proyectos que hagan, sino porque son hijos
de Dios, imágenes mismas de Dios. Así puedo dialogar con todos los hombres, y no desde la fuerza de unas ideas que siempre son discutibles, sino desde la verdad profunda de mi vida que ni me
divide, ni me enfrenta con los demás, sino que me incita a buscar el bien del otro con todos.
Volvamos la mirada a Jesucristo. Es Él quien da la esperanza y nos sitúa en la esperanza. Cuando la Iglesia habla y anuncia a Jesucristo, no entrega una preferencia o solución institucional o
constitucional, pues sabe que no es su misión y respeta la legítima autonomía del orden civil, pero si que quiere y tiene la misión de reavivar entre todos los hombres el anuncio de dónde está la
gloria del hombre. Y, desde Jesucristo, quiere iluminar las grandes cuestiones que hoy están en debate, no desde posiciones ideológicas, sino desde la verdad que se ha mostrado sobre el hombre en
Jesucristo. Nuestro Señor nos manifestó que el único mediador y portador de salvación y de esperanza es Él. La humanidad, la historia y el cosmos encuentran su sentido positivo y definitivo en
Él, pues sus hechos y su persona así nos lo manifiestan y revelan. Hay sed de verdad y necesidad de valores auténticos en todos los pueblos. Emprendamos con nuestra vida el testimonio de regalar
con obras y argumentos convincentes el rostro de Jesucristo, que es quien da autenticidad al hombre y a la convivencia humana.
Volvamos la mirada a Jesucristo, pues en su Ascensión y en el acontecimiento de Pentecostés, hallamos y entregamos la esperanza que da plenitud de sentido a la existencia humana. Jesucristo está
presente, vive y actúa en su Iglesia, Él está en la Iglesia y la Iglesia está en Él. Sé intérprete del verdadero desarrollo del hombre y de la humanidad.
Con gran afecto, os bendice
+ Carlos, Arzobispo de Valencia
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